Thursday, July 17, 2008

Cazadores de mitos

Hace tres años, Blancanieves y los siete enanos, El sastrecillo valiente y Hansel y Gretel, entre otros, ingresaron dentro de la Memoria del Mundo de la UNESCO. Catorce cuentos y dos libros de comentarios, publicados entre los años 1812 y 1857, quedarán resguardados por los siglos de los siglos…


La tradición oral, desde su pasado milenario, tuvo incontables “custodios” que, aún sin saber leer ni escribir, transmitieron las fábulas de generación en generación y de boca en boca, hasta que aparecieron los recopiladores quienes, con su manejo de la pluma y el tintero, en principio, inmortalizaron la memoria colectiva en páginas de libros impresos, pasando así de la oralidad a la escritura y salvando una rica tradición popular que, de otro modo, pudo haber caído en el olvido.

En realidad hoy, nos es casi imposible imaginar un tiempo, en que los cuentos de princesas, de bosques encantados, o de niñas encerradas en celdas, bajo la custodia de una bruja con nariz puntiaguda y medio ciega… no hayan existido.

Son parte de muchas infancias, entrañablemente ligadas con nuestras primeras emociones ante la pantalla de un cine o el descubrimiento de imágenes en los libros. Son los cuentos de siempre. Un rito que se cumple cada vez que se vuelve a relatar.

El primer guardián: Charles Perrault


Nació en Francia hace mas de trescientos setenta años, era un hombre dedicado a la política y la intelectualidad en tiempos de Luis XIV. Fue secretario de Colbert, ministro de la corte, y al morir éste, privado de continuar en su cargo político, ingresó a la dirección de la Academia de la Lengua.

En sus últimos años, reunió en un librito cuentos tradicionales narrados entre las clases populares de su país, para eternizarlos. Si bien sus primeros escritos fueron para el público adulto, nadie podía imaginar que ese personaje unido a lo más clásico de la época, podía ser el mismo que en su intimidad recreaba fantasías, por ello, en 1696 apareció en forma anónima La bella durmiente del bosque y, al año siguiente, Historias y cuentos del tiempo pasado, también llamados Cuentos de antaño o Cuentos de la mamá oca.

Cuatro años después de su muerte, se publicaron como Cuentos de Monsieur Perrault. Supo sintetizar las preocupaciones del ser humano en Cuentos de antaño con: La bella durmiente del bosque, Caperucita roja, Barba azul, El gato con botas, Las hadas, Cenicienta, Riquete el del copete y Pulgarcito. Los ocho títulos más reconocidos y universales, que figuran en la memoria de cada uno de nosotros.

Las historias continúan: Los Hermanos Grimm

Jacob nació en 1785 y Wilhelm un año después, en Alemania, siendo los dos mayores de un matrimonio de seis hijos. Ambos estudiaron leyes, ejercieron de bibliotecarios y fueron catedráticos y, ambos murieron en Berlín, siendo enterrados en tumbas contiguas. Jacob se dedicó al estudio de la literatura antigua y medieval alemana y la investigación científica del lenguaje, Wilhelm era más bien, crítico literario.

Adolescentes aún, recorrieron los pueblos, recopilando cuentos y leyendas populares, que años más tarde publicarían con el nombre de Cuentos de niños y del hogar. Eran 86 cuentos en una primera edición y 70 cuentos más en la siguiente.
Publicaron además, las Sagas alemanas y las Leyendas heroicas alemanas, colección de leyendas históricas. Jacob Grimm fue el fundador de la germanística y representante del método histórico en los estudios literarios. Inició el estudio científico de la mitología recogiendo ejemplos de antiguas crónicas y fábulas transmitidas oralmente y reunió un grupo completo de cuentos antiquísimos que él consideró nacidos en forma espontánea, sin intervención de ningún poeta.

De ahí dedujo una teoría: que el lenguaje tenía origen divino.
Ayudado por su hermano Wilhelm, publicó la Gramática alemana, considerado el trabajo científico más importante sobre el origen de la filología germana y La Mitología alemana, donde buscaba el origen de los cuentos de hadas en la era pre-Cristiana, así como en la antigua fe y supersticiones de los pueblos germánicos.
Luego de largas travesías en busca de remembranzas de los más viejos, la muerte los sorprendió con una diferencia de cuatro años, para seguir quizá, buscando juntos, otras historias. Wilhelm murió en Berlín en 1859.

Aunque la escuela crítica moderna ha invalidado las teorías de Jacob Grimm sobre el origen de los mitos y del lenguaje, sus métodos continúan aplicándose y sus investigaciones todavía son fuente para el estudio de la lingüística alemana.
Con respecto a las obras, Jacob era mas científico, obsesionado por la técnica, por lo tanto era el recopilador, Wilhelm, el poeta, encargado de elaborar los cuentos.
Eran escasas las variaciones entre la versión escrita y la transmisión oral que les había llegado. La edición final, que se publicó en 1857, contenía 239 cuentos en total. Algunos son: El sastrecillo valiente, Hansel y Gretel, El lobo y los siete cabritos, Los músicos de Bremen, Pulgarcito, El campesino y el diablo, La liebre y el erizo, Caperucita Roja, Blancanieves, la Cenicienta...

Seguramente, los Grimm se habrían sorprendido si vivieran hoy, ante la popularidad de sus nombres y trabajos. En todo el mundo le han dedicado películas, libros y obras de teatro.

El corazón de los cuentos

Los cuentos, en su mayoría, son de tres a cinco páginas, con un final feliz para el héroe o la heroína. Normalmente, el villano encuentra un fin brutal, capaz de producir pesadillas a muchos niños pequeños. Muchas de las narraciones surgieron en la Edad Media, cuando era frecuente 1que mujeres fueran quemadas en la hoguera, acusadas de brujería, y los oscuros bosques alemanes plagados de lobos y bandidos. Hoy en día puede parecer cruel asar a una bruja en su propio horno (como ocurre en Hansel y Gretel) o meter a una doncella en un barril recubierto de clavos por dentro y arrastrarla hasta que muera (La cuidadora de gansos), pero estos son sólo reflejos de los crueles métodos que se practicaban en la época en la que surgieron estos relatos.
Sin embargo, aunque los cuentos retienen muchos de los rasgos de sus orígenes populares, los Grimm no se dedicaron únicamente a coleccionar: eran minuciosos editores. Ellos realizaron revisiones sucesivas de los originales, con el fin de asegurarse que los cuentos eran adecuados para lectores jóvenes. También se les añadieron a las historias otras moralejas burguesas del siglo XIX y se incluyeron motivos cristianos. “Mantén tus promesas, no hables con extraños, trabaja duro, mantente casto o casta, y algún día tu príncipe llegará…”.

Pero, ¿quién de nosotros, aún hoy, no queda atónito al escuchar una de esas narraciones como cuándo éramos pequeños?.

La bella durmiente del bosque y… lo mágico del sueño

Es uno de los cuentos más universales. En él, un príncipe descubre a una doncella dormida en el bosque, bella, con sus mejillas sonrojadas, con la vida latiendo frágil bajo una respiración débil. La besa, con un beso tan profundo que la hace abrir los ojos, despertándola. Mas tarde, se casan y… “viven felices hasta el fin de sus días...”.

En este cuento, hay un episodio donde las hadas conceden sus dones a la recién nacida. Pero, una de ellas ofrece en cambio, una maldición. La pequeña al cumplir ciertos años, se pinchará un dedo, lo que le provocará un sueño prolongado hasta la llegada del príncipe rompiendo el maleficio.
Esto formaba ya parte de la tradición popular de la vieja Europa. Como también, eran muy conocidos los relatos de ogros voraces que comían a los niños o a sus enemigos.

Perrault siguió bastante fielmente las historias. Sin embargo, como hombre civilizado de la corte, utilizó la moral cristiana, para filtrar episodios cargados de paganismo.

Realizó dos variaciones: en su cuento no había beso, como en los hermanos Grimm, sino sorpresa, diálogo y enamoramiento. Y, quien descubría a la durmiente no era un noble casado, sino un príncipe soltero y sin compromiso.

Ciertamente, La bella durmiente no sería tan universal si Perrault no la hubiese recreado en sus Cuentos de antaño.

Pasará el tiempo y nacerán nuevos niños que, deslumbrados, crecerán escuchando las mismas historias. Luego de más de trescientos años, podemos afirmar que, los mitos siguen vigentes.

2 comments:

el cuervo said...

Las doce a Bragado
En un post anterior descubrí a algunas amigas blogeras una bella poesía de Haroldo Conti: "La balada del álamo Carolina". Más de una me escribió maravillada por tan hermosa prosa poética que desconocían, como desconocían al autor de la misma. Debo confesar que yo era tan ígnaro como ellas de la existencia del gran chacabuquense hasta que el conocimiento de Haroldo Conti me fue dado una tarde sabatina cuando escuchando por Radio Continental de la ciudad de Buenos Aires el programa del comentarista futbolero Alejandro Apo "Todo con Afecto", este leyó el cuento "Las doce a Bragado". Escucharlo, emocionarme e impactarme fue todo uno. Después abrevé en la historia de Conti, un enorme escritor pero también un hombre de su tiempo, con virtudes y defectos. Un hombre que vivió en una Argentina violenta, que se jugó por sus ideas marxistas (que respeto pero no comparto, yo soy luterano alfonsinista e hincha de San Lorenzo de Almagro) y terminó mal, al punto que hoy no se sabe que pasó con su muerte y su cuerpo despues de su muerte. Sigue desaparecido. Pero a mi me interesa el otro Haroldo Conti, el escritor magnífico que a punto de caer en una lluviosa, sucia, opresiva tarde de invierno en manos de sus perseguidores, se permite volar con sus recuerdos a su infancia pueblerina y a su héroe indiscutido de ese tiempo de inocencias, su tío Agustín. Dejo pues para todos, el goce de la lectura de
Las doce a Bragado

(A mi tío Agustín, por si algún día para de andar y alcanza a leerlo). H. Conti

Bien, ahora mismo, desde este invierno que empapa el pavimento y las paredes y las ropas y el alma, si tenemos, lo que sea, esa finita tristeza que se enrosca por dentro como una madreselva y en días así, justo, asoma sus floridas puntas por las orejas y la nariz y los ojos, en días así, digo, cierro los ojos y veo ese largo camino polvoriento del verano que se extiende hasta el horizonte como un río seco bajo el sol. Es el camino de tierra entre Chacabuco y Bragado, ese mismo semejante a una áspera corteza de árbol viejo con tantos y tantos surcos, el almacén de don Luis Stéfano en una esquina de acacias hasta el año 33 y después para siempre en la memoria, y la de Iglesias a la derecha, más adelante, ya por el camino de Sastre, después esa loma que trepa brevemente hacia el cielo y después el puente sobre el río Salado, que es el mismo límite entre los dos partidos, según dicen los carteles de chapa en una y otra punta, y uno imagina que hay en el aire una línea invisible y que el aire es sutilmente distinto a cada lado de esa línea. Y ahora, es lo que veo desde este húmedo y triste invierno, el tío Agustín aparece saliendo de la curva, un poco antes del almacén de Iglesias, a la altura del mojón de hierro fundido que casi tapan los pastos, del lado de Chacabuco todavía. Viene corriendo con sus largas piernas huesudas perseguido por una nubecita de polvo y un perro escuálido que ladra a sus zapatillas de badana. La gente del almacén lo aplaude hasta que trepa a la loma y se pierde tras ella, plaf, plaf, el tío Agustín, y el viejo Iglesias le grita a sus espaldas: "¡Dale, flaco!". Porque el tío es puro hueso, y una llama bien encendida que alumbra por debajo de su piel. Los ladridos del perro se sofocan detrás de la loma y el tío debe estar cruzando el puente. Hace seis horas que largó punteando desde la plaza San Martín, en Chacabuco, frente a la iglesia de San Isidro Labrador. Hoy es justamente la festividad de San Isidro, 15 de mayo, y se corre la Vuelta del Salado o La Fondo de las 12, es decir, La Carrera de Fondo de las 12 leguas a Bragado. El tío estuvo haciendo trote en la largada una hora antes de la partida. Tenía puesta una camiseta de frisa con el número 14 pintado en la espalda y unos pantaloncitos negros y las zapatillas de badana y cuando el viejo Pelice disparó la bomba de estruendo el tío pegó un tremendo salto y un grito y salió a los trancos, plaf, plaf, plaf, perseguido en la mañana neblinosa por una hilera de hombres semidesnudos, entre ellos el loco Garbarino que no pasaba del cementerio y se cansaba tanto de agitar los brazos y saludar hasta a los perros, dio una vuelta a la plaza y cuando comenzaba a encendérsele aquella blanca llama enfiló por la Avenida Alsina, pasó punteando frente al bar japonés y rumbeó serenamente hacia las quintas. El tío corre con la huesuda cabeza echada hacia atrás como un pájaro y a medida que entra en combustión sus trancos son más largos y más altos.La gente resbala como una mancha oscura por el costado de sus ojos y, después del hospital municipal, se corta, se disuelve y cuando no hay más gente y sólo queda por delante el camino pelado, el campo húmedo y la mañana olorosa, la llama le brota por los ojos y corre todavía más fuerte, más liviano. Los pasos de badana resuenan suavemente cuando golpean sobre las tablas del puente y cuando el tío se embala por la pendiente de la loma, al otro lado, ya en el partido de Bragado, la llama le brota a chorros a través de la piel, los ojos se le borran con tanto brillo y corre, corre locamente bebiendo el aire perfumado de la mañana, los campos verdes inundados de esa blanda luz de mayo, loco caballo desbocado, loco. En tres horas más, a ese paso, puede estar en Bragado, por lo menos en la laguna, pero un poco antes de Warnes, cuando ya asoman los palos del alumbrado entre los altos y oscuros árboles de la entrada, esto es antes de las vías del ferrocarril Sarmiento, tuerce el tío hacia la izquierda y se lanza sin cambiar la marcha por el estrecho camino que bordea el monte de eucaliptos del campo de Cirigliano cuyos negros árboles saltan desde hace un rato en el hueco encendido de sus ojos. El tío es ahora el tibio camino de tierra cruzado por frescas sombras que atraviesan sus largas piernas. Corre y corre saltando las sombras húmedas, blandos terrones de tierra, solo y alado, sobre este recuerdo, sobre puntos y líneas, sobre el raído invierno de mi tristeza, sobre años y tiempos, siempre volante, eterno, perenne corredor de las 12 a Bragado, el bravo tío Agustín empujando su intensa llama por aquel solitario camino recruzado por espantados cuises y liebres y pájaros que arrancan veloces un poco antes de sus pasos. Salta un alambrado y sigue la carrera a campo traviesa, llama y llama, fuego y fuego. Sólo una vez llegó hasta el Bragado porque el tano Cersósimo, esto es, el Gringo del Pito como se lo conocía por aquellos años, lo siguió con un sulky y cuando se quería desviar le cerraba el paso y lo golpeaba con el látigo y llegó con dos leguas de ventaja sobre el Chino Motta, nada menos, pero cuando la gente lo aclamaba ya y el intendente se paró en el palco con un banderín en la mano no lo pudieron atajar porque saltó sobre la meta con un grito profundo y siguió de carrera hacia 25 de Mayo, muy campeón, el grandes piernas de acero de mi tío, el formidable tío Agustín. Eso fue en el 32, que batió todos los récords, aunque a él no le importaba eso sino tan sólo correr y correr. Pero las otras veces torció a derecha o izquierda antes del Bragado, aturdido por el campo, y algunos lo vieron y avisaron que el tío iba a los saltos entre las doradas espigas o las oscuras hebras de pasto o las chalas que brillaban como vidrios y azotaban sus duras piernas, espantando liebres y pájaros y cuises, y un día o dos después lo hallaron dormido debajo del álamo carolina, ese que se levanta solitario detrás del campo de Cirigliano y que desde el camino real aparece todo un monte y que para el tío era su única meta reconocida y hasta ella corrió por premio o por mero gusto, acompañado o solo, el día de San Isidro o un día cualquiera mientras le duró, por muchos años, aquel berretín de caballo desbocado.Yo era pibe entonces y veía al tío, joven, como desde una enorme distancia, a través de nieblas y velos, porque yo estaba por ser, no tenía sombra ni casi historia, era tan sólo presente, pequeño, mero estar y ver y sentir a la sombra de los grandes, mi abuelo, ciego por terquedad que un día prometió rezar un millón de padrenuestros porque dijo que se le había aparecido Jesús, carpintero como él, mi padre, que entonces correteaba para el frigorífico La Blanca montado en un fragoroso Ford A o la tía Juana, por siempre joven, que tenía un cuarto para ella sola y una cama muy alta que olía a jazmín y una escupidera de loza que parecía una sopera y un novio que venía todas las tardes a las cinco y se marchaba apenas caían las sombras en el patio de baldosas con la parra de uva chinche y la bomba pie de molino y por supuesto el tío, tío Agustín, ese ansioso caballo de verano. A veces cuando pateo la calle cierro los ojos, y aun sin cerrarlos lo veo pasar entre la gente, al trote con su pantaloncito negro y la camisa de frisa y el número 14 en la espalda, que siempre me falló en la quiniela, lo veo, por ejemplo, trotar a las zancadas por el medio de Corrientes o trasponer de un salto Alem, en dirección al puerto.Yo me suspendo y pienso, casi grito, ¡Ahí va mi tío, hijos de puta! ¡Miren qué lindo loco! Pasa como entonces con la terca y dura mirada clavada en el horizonte, con las narices anchas de viento, cavando el aire con sus largas, muy largas piernas. Después crecí, eché sombra como un árbol y hasta yo mismo participé en La Fondo de las 12 a Bragado, pero no pasé del cementerio. Cuando doblé por el hospital y vi a lo lejos los altos humos de los hornos de ladrillo, algo que, supongo, trastornaba al tío, el cual quería darle alcance a cuanto se ponía al fondo del camino, las sienes me empezaron a temblar y me dolían las encías como si fuese a echar un puñado de dientes. Al llegar al cementerio rodé con un grito entre polvo, sudores y piernas que pasaron zumbando al lado de mi cabeza.El tío, por ese entonces, trabajaba en la carpintería del abuelo, sobre el pasaje Intendente Beltrán, frente a la plaza Gral. Necochea o la Plaza del Mercado donde está hoy la estación de colectivos. Ahora cierro los ojos y me veo en la penumbra del taller con paredes de ladrillo a la vista y un espeso olor a polvo, sillas y elásticos que cuelgan de las vigas y al fondo la mesa de carpintero en la que trabajaba el tío. A veces no recuerdo al tío sino que mi pensamiento se sujeta de un objeto cualquiera y ese objeto cubre casi todo mi día. Hoy, por ejemplo, mientras cruzaba hasta el bar Falucho aguantando el viento que barría la Avenida Santa Fe, me acordé de buenas a primeras de aquella sierra de ingletes o de falsa escuadra que había en una punta de la mesa. El día crece lentamente alrededor de ese objeto, lo rodea como la pulpa de un fruto y el día en todo caso vale nada más que por eso. Aquella sierra que había sido construida en Inglaterra en 1895, que en consecuencia había atravesado el mar embalada cuidadosamente en un cajón de pinotea, me atraía misteriosamente. Era una sierra montada sobre un bastidor, con una empuñadura negra como la de una ametralladora y servía para cortar marcos, escuadras, ángulos, encastres y demás cortes de precisión. La veo ahora mismo en el aire, negra y pulida y, por fuerza, al rato veo en la punta de la empuñadura al tío Agustín. Él se movía silenciosamente de un lado a otro del taller aporreando maderas, reparando vencidos elásticos de cama o reemplazándolos por otros nuevos que estiraba para encajarlos en el armazón en una prensa, especie de potro que giraba con bruscos chirridos metálicos. El tío era de una silenciosa precisión en todo. Yo me maravillaba de que hombre tan silencioso y preciso en sus movimientos produjese a ratos tanto ruido de una vez. Por ejemplo cuando se calzaba un pañuelo negro delante de su aguda nariz y echaba a andar aquella cardadora mecánica que era el supremo orgullo de la mueblería y carpintería El Mercurio. El tío metía la lana apelmazada por un lado y ya mismo salía por el otro en blandos copos que caían lentamente dentro de un corralito de alambre de gallinero. La máquina rechinaba en la punta de las manos del tío. Por aquel tiempo había dejado de correr hasta el álamo carolina, pero después del trabajo emprendía largas caminatas hasta el zanjón o el cementerio o el Prado Español o la quinta de Pastore, o la estación del Pacífico, donde esperaba ver pasar al "Cuyano" que hendía la noche como un carbón encendido aventando sombreros y papeles. Los años lo habían enflaquecido aún más y un día que lo sorprendí inclinado sobre la fabulosa sierra de ingletes le vi brillar las blancas sienes y el emplumado mechón de pelos encanecidos que le caía sobre la frente. Y esa vez sentí verdadero amor por el tío, aquel ansioso caballo del verano que ahora descendía a la carrera la larga cuesta de sus días.Yo, en cambio, trepaba los míos. Esos días me llevaron lejos del pueblo y cuando volví, algún verano después, y entré en el taller penumbroso, el tío levantó la cara por encima de la sierra y me observó con una mansa sonrisa por arriba del armazón de metal de unos lentes. La luz de la tarde penetraba por una claraboya y el tío flotaba, blando y casi transparente, en aquella luz polvorienta. Me preguntó qué tal estaba la ruta 7. Por lo que recuerdo, fue la primera vez que habló conmigo demostrando cierto interés sobre algo concreto. Señal que yo había crecido realmente y ahora era un hombre, al menos para él, que la medida de mi tiempo. Siempre preguntaba sobre caminos. La ruta 7 terminaba de ser reparada entre San Andrés de Giles y Carmen de Areco. Eso lo alegró al tío. Ese mismo año había ido a pie hasta Luján portando el estandarte de la Congregación de San Luis Gonzaga. Me explicó que era cuestión de echarse a andar y no cambiar el paso, vendarse los pies y calzar botines bien armados. Volvió con el Expreso Rojas y recién entonces notó que la ruta estaba levantada en algunos tramos. Fue toda una conversación. Por él me enteré de que el camino entre Chacabuco y Bragado seguía siendo de tierra, pero que ahora le habían puesto la electrificación rural y era probable que en un par de años le echaran encima cemento. Ya no va a ser lo mismo, dijo el tío con tristeza.Seguía haciendo sus largas caminatas, pero ahora se extraviaba cada dos por tres. Una vez lo trajo un vigilante que lo encontró perdido por el Agua Corriente, y otra el viejo Punta que lo cruzó en el camino a Salto, por el almacén de Cattaneo, y él le preguntó dónde quedaba el Tiro Federal y el viejo entendió el Estadio Municipal y como de todas maneras ambos quedaban para el otro lado, lo subió a la jardinera y lo trajo hasta la mueblería.Un día el tío, esto lo supe dos veranos después, ya hombre entero y él más viejo y más flaco, y el camino a Bragado todavía sin asfaltar, fue hasta la farmacia de Marino, al otro lado de la plaza, pero cuando llegó a la Avenida Alsina, que fue asfaltada en el 32, bajo la intendencia de don Esteban Cernuda, la encontró de tierra, como cuando era chico y después mozo y corría ya en la Vuelta del Salado. Los charrés y los sulkys iban y venían por la avenida de tierra y algunos jinetes trotaban entre espumosas nubes de tierra. El tío, flaco y encorvado, vio con algo de sorpresa cómo avanzaba por el medio de la calle un landó descapotado como los de la cochería Grossi Hermanos con la señorita Lombardi en su interior. El coche se detuvo justo enfrente del tío y la señorita Lombardi asomó su cabeza cubierta con una capelina de raso y apuntándole con su sombrilla de seda estampada le preguntó por la abuela Adela que había muerto, si mal no recordaba, seis años atrás. Él se quitó el sombrero, sonrió complacido a la tan señorita y se inclinó hasta que la sombra del carruaje desapareció de su vista. Naturalmente, no cruzó la avenida ni fue hasta la farmacia de Marino porque en aquel tiempo la farmacia no existía todavía. Volvió al taller y el resto del día, hasta que vino la luz de la tarde, se sentó en un rincón, detrás de la mesa de carpintero, entre cajas de herramientas y rollos de elásticos y tablones de pino que olían a resina y pensó en la muy dulce señorita Lombardi que para él, el tiempo le daba la razón, no iba a envejecer nunca. Quizá dentro de unos pocos días, pensó, si se entrenaba un poco, podía volver a correr en La Fondo de las 12 a Bragado.Ya no quedaban campeones y en el tiempo que tardaba ahora cualquier buen fondista de la zona él podía llegar a Bragado saltando sobre un pie. Cuando entró aquel melancólico rayo de luz por la alta claraboya, el tío echó a andar hasta el Prado Español.Días después, al cruzar la plaza, le dio un salto el corazón. Debajo de la pérgola que había sido echada abajo en tiempos de Fresco vio y hasta escuchó a la banda del maestro Marsiletti. La banda tocaba aquel número de fuerza que le hacía temblar las piernas al tío, Tremi gli insani del mio furore, Nabucco, Acto I, y que el maestro Marsiletti tarareaba y por momentos aullaba tratando de imitar a Titta Ruffo. No sólo estaba aquella pérgola, que semejaba una jaula florida, sino que hacia el lado del Palacio Municipal vio brillar entre los oscuros árboles al lago artificial que mandó rellenar el intendente Barcán y en el que el loco Garbarino se zambulló un 25 de mayo. La banda, con el maestro Marsiletti que blandía la batuta y un Avanti que sacudía en la boca al compás de la música, parecía flotar en el aire de la pérgola debajo de una luz amarilla como la que penetraba en la claraboya del taller. Después de Nabucco, tocaron Alegría de la hoguera, una polca-mazurca de Strauss con la cual el maestro Marsiletti parecía remontar un vuelo y la plaza comenzó a poblarse de muchachas y muchachos que en dos hileras giraban por el centro, alrededor de la estatua de San Martín, que de golpe había reemplazado a la pérgola y que en aquel tiempo era pedestre, no ecuestre, según se acostumbra, por razones de economía, pues la partida que votó el Concejo Deliberante no alcanzó para el caballo, lo cual terminó por convertirse en una curiosidad y hasta en una atracción hasta que en tiempo del gobernador Aloé, que era de Chacabuco, le pusieron el caballo y es así como cabalga ahora en el alto cielo de mi pueblo entre las espléndidas copas de los árboles, en dirección a la confitería San Martín, hacia la que apunta un dedo.En eso el tío vio pasar al Cholo Barrios que, según tenía entendido, porque estuvo en el velatorio, se voló la cabeza mientras probaba una escopeta de un caño, calibre 20, vio al Cholo con sus bigotazos renegridos, rancho, polainas blancas y un bastoncito con el pomo de plata que lo saludó con el brazo en alto, muy en su contexto, lustroso caballero el Cholo, gran amigo de violentas farras y fuerte apostador en las cuadreras y reñideros, propietario de un gallo "Ají Seco", apodado Racoto, de origen peruano, que batió a todos los gallos de combate del 36 al 45.Otra vez el tío iba para el Círculo Obrero donde estaba cambiando el esterillado de las sillas y no pudo seguir de la Avenida Alsina, pues se tropezó con la procesión de Nuestra Señora del Carmen, con el padre Doglia debajo del palio y los tanos Minervino y Visiconti tocando la gaita a la cabeza, todos muy de solemnis sobre la calle de tierra mientras las campanas de la iglesia batían a fiesta bien pulsadas por el viejo Santiago, gordas palomas de bronce por el aire limpio de la mañana.El último verano que estuve en el pueblo, este que pasó, fui hasta la vieja casa del abuelo y, como siempre, después de los saludos y los mates penetré en el empolvado taller del fondo. Tardé un rato en acostumbrarme a la penumbra, cegado como entré por el sol del patio, y en aquella momentánea ceguera sentí el tibio olor a maderas y a cola de carpintero y oí el escamoso crujir de las chapas del techo recalentadas por el sol. Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a aquel velado y quieto paisaje de objetos sepultados por el polvo descubrí cada cosa en su exacto lugar, como si el tiempo no se hubiese movido y yo tornara de golpe a mi infancia. Allí estaba la tremenda cardadora a motor, la carcomida mesa de carpintero y sobre ella, en un extremo, mi querida sierra de ingletes que apuntaba hacia la puerta. En la prensa había un elástico a medio tender. Aquella suave pero insistente permanencia de las cosas, luego de tantos años y tantos cambios y tanto y tanto, recuperó por un momento ese firme presente de mi infancia, sin sombras ni pesos, errante edad de mi pueblo. De repente sentí un leve raspón junto al tablero de las herramientas y achicando los ojos vi emerger por detrás de la mesa la blanca cabeza del tío que estaba sentado en un banquito. Parecía un viejo pájaro, uno de esos viejos cóndores que con las raídas alas abiertas toman el sol en la jaula del Zoológico. El tío se caló los anteojos que extrajo lentamente de su estuche a presión y me observó en silencio con sus ojos lagañosos, como de vidrio mellado. "¿De quién sos?", preguntó al cabo de un rato con una voz finita. Quería decir de quién era hijo yo, que es lo que se pregunta o como se pregunta a un muchacho cualquiera de los pueblos. Yo dije "El hijo de Pedro Isidro". Él cabeceó y repitió para sí, sin reconocerme, posiblemente sin reconocer siquiera aquel nombre: "Pedro Isidro...". Pedro Isidro es mi padre, su hermano. Se levantó y caminó hasta mí, encorvado. Me echó una afilada mano encima del hombro y preguntó esta vez: "¿De dónde venís, muchacho...?". No preguntó qué tal estaba la ruta 7, ni tampoco supe si por fin habían asfaltado el fabuloso camino a Bragado.Luego supe por la tía Teresa que en esos días se había encontrado en la esquina de la tienda Ciudad de Messina con Pepe Provenzano, que pateaba como siempre la calle vendiendo billetes de lotería y con Pancho Tonelli, ambos bien finados, lo mismo que la tienda, que cerró allá por el 58. Después, cuando trató de volver a la casa no dio con la calle y aunque pasó por enfrente de la puerta, al recorrer el pueblo por tercera vez, no acertó a reconocerla. Por suerte se tropezó en la esquina del Almacén Inglés con el gordo De Nigris, otro muertito, que lo condujo, siempre tan gentil caballero, hasta aquella salteada puerta y se lo devolvió a la tía cuando ya oscurecía.Para Reyes vino la hija de Buenos Aires y el tío se calzó los anteojos y le preguntó de quién era. A partir de ahí empezó a equivocar las puertas y los cuartos y a veces charlaba en los rincones del patio con personajes invisibles. No mucho después, como lo pronosticó la madre Benedicta, ni siquiera reconoció a la tía a la que confundió una vez con Martita Romero, su primer filo, y otra con Filomena Perrone, que fue reina del carnaval del Club Porteño, en el año 38.Acabo de volver del pueblo y por eso pienso tan fuerte en el tío en esta podrida noche de invierno mientras bebo un semillón en el bar Falucho, en Fitz Roy y Luis María Campos. Cuando fui a ver al tío lo encontré acostado en el medio de esa buena cama inglesa con cabezales de bronce y remaches de cobre y elástico de flejes que perteneció a la familia Mediavilla y compró en un remate de Warnes. Tenía puesto un camisón de frisa y un gorrito de lana y de tan flaquito y huesudo se perdía sobre la pila de almohadas. Hace meses que no sale de ahí. Fuera de los límites de esa cama no reconoce nada en el mundo. A eso se ha reducido el suyo, a aquella buena cama inglesa de bronce bien lustrado. Sin embargo, no la pasa tan mal. Siempre tiene algún muertito con el que charlar y por detrás de la barras de bronce ve cosas de hermosa extravagancia, como el corso del año 23 o el Circo Sarrasani, e incluso el día en que el loco Garbarino ganó de tarro La Fondo de las 12 a Bragado.

-CaTaLiNa- said...

Te agradezco mucho tu comentario, sinceramente me hace muy bien y me dan ganas de crecer esas palabras!Muy lindo tu blog y siempre sos bienvenida en el mío.

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