Wednesday, August 02, 2006

ESE CLARO OBJETO DEL DESEO

(o el increíble relato de una sesión de pareja que probó de forma indubitable que madre no hay una sola)
Por Alfredo Grande (*)
Especial para Letra VIVA Periodismo Gráfico

“Arroró mi niño, arroró mi amor, arroró producto, de inseminación”. Me estaba traicionando la atención flotante. Recurso técnico del psicoanalista para no descartar artificialmente, es decir, prejuiciosamente, las palabras del paciente. Dejarse llevarse por el oleaje del inconciente. Seguramente, la adulteración que había realizado de la canción de cuna era resultado del impacto del motivo de consulta.
Una de las mujeres tomó la palabra. “Lucia consulta porque está muy ansiosa. Me tiene preocupada”. Asentí. “Está embarazada de tres meses. El obstetra dice que anda todo muy bien”. Asentí. “Pero hace varias noches que no duerme o se despierta muchas veces”. Asentí. “Es cierto, quiero controlarlo pero no lo consigo. Tengo tantas ganas de tenerlo...pero siento tanto, pero tanto, tanto miedo...”. Asentí. Noté que la mujer que acompañaba a Lucia, la persona que había pedido la consulta, le toma con firmeza la mano. Asentí. “Muy bien, en cierto sentido es comprensible. ¿La señora es primeriza?”, pregunté con cierto aire de suponer la respuesta. “Si, doctor, soy profundamente primeriza”, contestó Lucía con una sonrisa tierna que yo no estaba en condiciones de registrar. Asentí. “¿Y porque no asistió el padre?” pregunté, mientras buscaba el talonario de recetas que parecía sufrir de fobia porque siempre se ocultaba. De reojo, con la mirada de chanfle, adiviné que las dos mujeres se miraban sorprendidas. “Somos lesbianas”, acotó la mujer que acompañaba a Lucia. No asentí. En verdad, hubiera querido ser talonario de recetas y permanecer oculto unos meses. “Felicitaciones”, se me escapó haciendo gala de una ridícula espontaneidad. Delicadamente pregunté: “Quiero decir, son lesbianas, pero usted Lucia, está embarazada”. Levanté las cejas como interrogando. Lucia a su vez levantó las cejas. Un silencio eterno de tres segundos compactó el tiempo. La mujer que acompañaba a Lucía me miró, no se aún si comprensiva o compasivamente. “Lucía fue inseminada así que va a tener un hijo”. Lucia protestó. “Vamos a tener un hijo”. Asentí sin saber que cosa estaba asintiendo. “Será un caso de folie a deux, la clásica locura de a dos descripta por los clásicos?”, pensé mientras la canción del arroró taladraba mi atormentado psiquismo. “Veamos” dije, aunque empezaba a comprender que el único ciego era yo. “La inseminaciòn artificial implica el reconocimiento de la necesidad del varón para la procreación consentida” dije, a pesar que cada palabra debía tener el mismo efecto que el opio a grandes dosis. La compañera de Lucia tosió. “Doctor, no consultamos por eso. Lucia está muy angustiada”. “Yo también, ¿o piensan que soy de caucho?”, casi deseaba que fueran telépatas, aunque fueran telépatas lesbianas. Si pudieran leer mis pensamientos quizá simplemente se marcharan. Era necesario que recuperara algo de la autoridad médica. “La ausencia de padre, es decir, de una ley que regula el exceso deseante hace que la angustia señal derrape”. Y para finalizar la patética intervención, agregué con un estilo blumbergiano “¿Me entiende?”. “Nosotras si, pero me parece que el que no entiende es usted”, agregó la mujer que acompañaba a Lucia y de la cual no podía recordar el nombre. Eso me enojó. Podría decirse que mi contratransferencia me jugó una mala pasada. Podría decirse, pero no lo digo. Simplemente me enojé. “Yo no entiendo, pero la que está angustiada es Lucia. Y como no va a estarlo cuando está embarazada y no hay señal ni marca de hombre, de padre, de familia?”. Ahora comprendo que mi intervención fue un acto de suicidio. Al menos, de suicidio científico. La mirada de Lucia fue un collage de sorpresa, pesar, congoja. Lentamente se levantó de la silla y le dijo a su (¿cómo diablos se llamaba?) compañera: “Vamos, este hombre no puede ayudarme”. En ese momento, solamente era reconocido por mi sexo manifiesto. Hombre...Algo debió percibirse en mi rostro que la compañera de Lucía se detuvo: “¿Por qué no puede entender? ¿Por qué no quiere entender?” Más que una pregunta, la sentí como una amarga comprobación. Volvieron por un instante algunos recuerdos de mi infancia, soldados a frases huecas. “Mamá me ama. Papá trabaja en el banco. Papas y apios. Salimos de vacaciones”. En realidad no podía entender porque no quería entender. Me senté nuevamente, con esa rara sensación de borrachera que agarra cuando uno se conecta con las emociones mas profundas. Ante un suave gesto de su compañera, Lucía también se sentó. “Podemos hacer un seguimiento de su embarazo. Si está angustiada toma medio de esto. Es inocuo para el bebé. En caso que esté sola....”. La compañera de Lucia me interrumpió. “Nunca va a estar sola. Nunca más”.
Ese nunca más taladró la corteza de mi memoria. Los relatos tantas veces escuchados tuvieron dimensión y consistencia. Mi madre esperando a su bebé sola, porque había preferido la soledad a la compañía de una madre acusadora. Mi padre fue una espera y una herida absurda. No hay angustia peor que desear lo que nunca jamás sucedió, cantó el poeta. Cuantas veces en la vida de una mujer, en la vida de tantos hijos no hubo padre. Hasta la minúscula es demasiado.
“¿Ustedes están seguras?”. Por primera vez, las dos sonrieron. “Tenga la total seguridad que es uno de los pocos casos de un claro objeto deseo”, me aclaró Lucia que parecía reconciliada con mi torpeza. Ya estábamos parados y las estaba acompañando a la salida. No era momento de pedirle a la compañera de Lucia que me dijera su nombre. Temía que mi curiosidad me delatara. Saludé con un beso a Lucía y a su compañera. Con dudas quise preguntarle. “Discúlpeme, pero usted es...?”. La compañera de Lucia me miró con ternura. “Sabe lo que pasa doctor...Madre no hay una sola”.
Y se fueron.
(*) Psiquiatra. Psicoanalista. Presidente Honorario de ATICO, Cooperativa de Trabajo en Salud Mental. Escritor, autor de Psicoanálisis Implicado (1996, 2002, 2004. Topía Editorial).

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